Bajo las abruptas e indómitas cumbres de las Malloas, en plena sierra de Aralar, descansa un pueblo cuya historia ha quedado ligada para siempre a la montaña y a los continuos desafíos que ha impuesto un paisaje tan idílico como exigente.
Los abruptos peñascos situados entre Navarra y Gipuzkoa y que se precipitan hacia el valle de Araiz han cultivado su condición de hombres y mujeres. Desde 1694 los seis pueblos que forman Araitz, sin embargo, no se han amedrentado en absoluto y Atallu, Arribe, Azkarate, Gaintza, Intza y Uztegi han respondido perfectamente a las fatigas de la naturaleza salvaje. La naturaleza, agradecida, ha premiado la firmeza de los araiztarras y les ha proporcionado los medios necesarios para moldear estos parajes y construir en ellos una deliciosa morada
Atrás ha quedado la época en la que el pastoreo era su modo de vida. Con el desarrollo industrial, la actividad ganadera fue debilitándose y los pastos de altura (Malloas) que alimentaban al ganado fueron perdiendo protagonismo para dar paso a grandes extensiones de bosques. A pesar de la evolución del paisaje, la relación de este pueblo con la tierra y su ancestral forma de trabajarla quedará para siempre en la memoria de todos sus habitantes.
El pastoreo como modo de vida
Desde el Neolítico, los vecinos del valle de Araitz siempre se han dedicado al pastoreo. De mayo a octubre, subían con sus rebaños a los montes de Aralar, y cuando la nieve teñía de blanco el paisaje, bajaban al valle o emigraban a la costa guipuzcoana en busca de una mejor climatología.
Era un oficio duro que debían sacar adelante en soledad. Vivían en las chabolas. Allí ordeñaban sus ovejas dos veces al día (antes del alba y al anochecer), elaboraban quesos, curaban las heridas de las patas de las ovejas o ayudaban a las nuevas crías.
Con la única compañía de sus perros y de sus ovejas latxas, a las que sabían reconocer de un simple vistazo, y saboreando el silencio y la calma que encontraban a su alrededor, se pasaban horas y horas a la intemperie. Muchos de los prados que transitaban estaban salpicados de vestigios prehistóricos en forma de dólmenes, menhires o arkuek, chabolas circulares en falsa cúpula. Según los historiadores, fueron albergues de los antiguos habitantes de la sierra o pequeños refugios para proteger al ganado.
Durante siglos, los pastores trazaron arriesgadas rutas para llegar a los altos de Aralar que hoy han desaparecido y que en otro tiempo frecuentaron personajes tan célebres como Martín José Ezkurdia (el ahuntzari de Errazkin), la saga de los Juanagorri o Pedro Miguel Otamendi “Matxindo” (el ahuntzari de Gaintza).
“Mallo ixtea”, cierre de pastos
La montaña también tenía sus normas. Desde otoño y hasta principios de la primavera, el ganado podía pastar libremente en las Malloas. A partir del 1 de mayo, se llevaba a cabo el cierre de los pastos para dejar crecer la hierba de las Malloas, una hierba nutritiva y de muy buena calidad que en invierno era utilizada para alimentar a los animales. Era el evento conocido como “Mallo ixtea”. Los vecinos acudían en auzolan a los pastos de altura para, estaca en mano, reponer las empalizadas dañadas y cerrar el espacio para evitar la entrada del ganado. Esta medida se mantenía hasta el día de San Miguel (29 de septiembre), fecha en la que volvían a abrirse los pastos.
Ocio a base de maña y maestría
A pesar de llevar una vida austera, los pastores sabían sacar tiempo para el entretenimiento gracias a su ingenio. En verano, mientras los rebaños pastaban antes de ser recogidos para el segundo ordeño, se reunían para practicar juegos y deporte. Se juntaban para levantar piedras y medir sus fuerzas (Proba-harri), corrían por prados circulares (Korrikaleku), o jugaban a pelota (elaborada con intestino o membranas de animales y forradas con hilo) en los Pilotaleku, prados más o menos llanos en los que trazaban un rectángulo o una H con la azada y en el centro hacían una zanja. El juego consistía en golpear la pelota con la mano sin dejar que botara.
No solo demostraron una gran destreza en el aspecto físico. También fueron grandes comunicadores orales. Muchos pastores se convirtieron en reconocidos bertsolaris que, seguramente, inspirados por la paz que rodeaba sus interminables caminatas por el bello cresterío de las Malloas, dejaron hermosas coplas para el recuerdo.